Friedrich Hölderlin fue el poeta por excelencia del romanticismo alemán. Incluso recibió el apodo de el más alemán de los alemanes.
Gran parte de su obra la escribió durante y tras su estancia en un centro psiquiátrico a causa de una enfermedad mental que padecía. En el centro le dieron el alta bajo la prescripción de caso incurable y entonces un carpintero lo acogió en su hogar. Su habitación, concretamente, se ubicaba en la que había sido la torre de la antigua muralla y que hoy recibe el nombre de Hölderlinturm. En su habitación de la torre es donde tocaba el piano y escribió algunos de sus versos que fueron musicalizados posteriormente, como Die Linien des Lebens, Las líneas de la vida. Algunos de los compositores que han musicalizado sus poemas son Brahms, Schumann, Strauss, Hindemith y Britten, entre otros.
Uno de los recuerdos que más mencionaron sus conocidos y las personas que lo visitaron es el que para ellos mejor representa el alma del poeta, sus poemas de la locura. Este recuerdo fue publicado por Bettina von Arnim (1785-1859). Según Bettina y otros contemporáneos de Hölderlin, la princesa von Homburg le regaló un piano a Hölderlin. Cuando el poeta recibió el piano, lo primero que hizo fue cortarle la mayor parte de sus cuerdas. El poeta se pasaba horas tocando ese piano casi descordado, aporreándolo, y a veces, improvisando sobre las pocas notas que habían sobrevivido.
En 1840, Bettina Von Arnim escribió lo siguiente: “Y creedme, toda la locura de Hölderlin proviene de una constitución demasiado delicada, su alma es como un pájaro de las Indias incubado en una flor y ahora vive encerrado entre muros de cal, duros y severos, y se le ha encerrado entre mochuelos, ¿cómo podría así curarse nunca? Ese piano al que ha desgarrado las cuerdas es una imagen de su alma, se lo he explicado al médico, pero es más difícil hacerse entender por un zote que por un loco.”
Otro poeta que solía visitarlo era Wilhelm Waiblinger, quien también escribió sobre las rutinas pianísticas de Hölderlin: “aún toca bien el piano, pero lo hace de una manera muy singular. Cuando le da la vena, permanece días enteros sentado. Entonces persigue un pensamiento, que es infantilmente simple, y puede darle cientos y cientos de vueltas, tantas que acaba resultando insoportable. Viene además un rápido pálpito convulsivo, que lo fuerza, a veces con la rapidez de un relámpago, a pasar la mano sobre las teclas, con el desagradable tamborileo de sus largas uñas. Cuando ha tocado durante cierto tiempo y su alma se ha enternecido por completo, deja caer los párpados lentamente, su cabeza se alza, parece que va a desvanecerse, y entonces comienza a cantar. Por más veces que lo he escuchado, nunca he podido saber en qué lengua canta, pero lo hace con entusiasmo, y se me estremecían los nervios de verlo y oírlo así. Melancolía y tristeza era el espíritu de su canto; de todos modos se reconocía la voz de un buen tenor en tiempos pasados”.